lunes, octubre 10

nieve














La Nieve era una gata particular. No por esto demasiado simpática. LLegó a casa de pequeña. Alguien se la regaló a la María José y mi hermana la crió y se hicieron muy amigas. A ella era la única que no le dejaba marcas profundas de arañazos cada vez que intentaba tocarla. Todo el mundo se sentía llamado a tocarla porque además era una gata bonita, blanca con muñequeras grises. A mi padre lo respetaba porque él no aguantaba sus caprichos y le devolvía a manotazos sus desconocidas con igual ímpetu. Crió alrededor de treinta hijos. La mayoría en mi closet. Eso sí, era muy buena madre. Nunca se separaba de los gatitos y se lanzó a mi pierna como torbellino una vez que, por descuido, casi aplasto uno con el pie. Era una persona más en casa. Ocupaba casi el doble de espacio que cualquiera de nosotros. Tanto así que mi padre en un arrebato de hegemonía la llevó en el auto y, al abrir la puerta, la gata saltó abruptamente a un árbol donde se quedó haciendo gestos de odio y espanto.

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